martes, 17 de junio de 2014

Shanghai y la chica de Nanging Road


Hablaba hace unas cuantas semanas de Jakarta, o mejor dicho, os contaba una divertida anécdota que me sucedió allí, de esas que siempre gusta recordar y contar a los amigos, entre otras cosas para pasar un buen rato, y también para demostrar lo vulnerables que podemos ser por mucho que nos empeñemos en ocasiones en creernos los más listos del universo. En cualquier caso, y yendo al tema de este post, mientras escribía aquellas líneas en el blog, no hacía más que venirme una y otra vez a la cabeza una historia que me sucedió en una ciudad muy distinta de aquella, y que es un claro ejemplo de la sorprendente y extraña convivencia en China del comunismo más recalcitrante con el capitalismo más desaforado. Os hablo de Shanghai, esa megalópolis de casi veinte millones de habitantes donde, por razones de trabajo, me he tenido que desplazar unas cuantas veces en el último año.

Hablar aquí de sus atractivos turísticos no tendría mucho sentido, lo primero porque en estos viajes no dispongo por desgracia del suficiente tiempo para poder conocer a fondo las ciudades, y lo segundo porque como dije hace mucho (y si no lo dije, lo digo ahora), este blog no pretende ser una serie "lonely planet" de viajes, que para eso hay guías estupendas que seguro os pueden aconsejar mucho mejor que yo, sino un batiburrillo de experiencias sobre personas, lugares o situaciones que pasan por mi vida. Vamos, en otras palabras, que escribo lo que me da la gana... ;-)

En cualquier caso, y para narrar la siguiente historia, al menos os tendré que hablar un poco de la famosa calle Nanging Road, la avenida peatonal más famosa de esta ciudad China, lugar de peregrinaje de muchos chinos que llegan aquí de visita, e igual de inevitable para los occidentales, y donde un rápido vistazo a sus edificios y carteles luminosos cuando ya ha anochecido, os mostrará sin ambages el indisimulado gusto chino por los excesos (y a veces una cierta tendencia a lo hortera).







Quien haya estado por allí a menudo sabrá muy posiblemente que siendo un turista, o simplemente un paseante con un rato libre, no vas a poder caminar cincuenta metros sin que alguien te muestre una diminuta tarjeta que lleva fotos de tantos relojes, bolsos, y estilográficas que piensas que por fin tiene utilidad aquella lupa que te regalaron hace tantos años. A poco interés que se muestra, el proceso se completa con una inmediata invitación a seguir al paisano ente la mar abunda de gente, con destino a algún callejón de esos que por un momento te hacen dudar si no te acaban de teletransportar en tan sólo un minuto a los bajos fondos de alguna película de novela policiaca en blanco y negro.

Os aseguro que es verdaderamente sorprendente el contraste que puedes encontrar entre la fastuosa y a la vez un tanto pretenciosa Nanging Road, y lo que se esconde a tan sólo unos metros en las estrechas callejuelas que lo rodean. De repente, sus miles de luces de neón, sus hoteles llenos de occidentales y toda su parafernalia se evaporan como por arte de magia, permitiéndonos el acceso a rincones insospechados. Entramos en locales con dobles puertas, con escaleras interiores surgidas de la nada, y armarios que aparecen detrás de cortinas convenientemente camufladas. Cuanto más específica y complicada sea nuestra búsqueda (no olvidéis llevar foto del producto exacto que buscáis), más oportunidad de recorrer con más detalle esos bajos fondos, ya que el chino nunca se rendirá en su intento de venderte el ansiado artículo. Eso sí, permitidme un consejo, no entréis solos. Sinceramente, tampoco es que sea peligroso, nunca me ha dado esa impresión, en absoluto, pero si vas a regatear duro hasta las últimas consecuencias (ya os dije que no es mi caso...), y en algún caso pretendes pasarte de listo, es muy posible que puedan llegar a enfadarse un poquito, y aunque nunca pasa nada, mejor no tentar a la suerte e ir acompañado.





Pero esto no es lo único que ocurre en Nanging Road. Dependiendo de la época del año podemos encontrar cantantes ocasionales que buscan su oportunidad, numerosos grupos de adultos danzando divertidas coreografías de imposible memorización, algunos chavales simulando danzar algo parecido al hip hop con escaso éxito, el siempre pesado trenecito que recorre arriba y abajo una y otra vez la calle la avenida, y por supuesto, cómo no, hombres y mujeres ofreciéndote continuamente llevarte a un local para un "sex massage" (pronúnciese con el acento chino correspondiente...). Esta última parte puede llegar a ser ciertamente incómoda en algunas ocasiones, porque son muchos y a veces un poco insistentes, pero como he dicho muchas veces, las oportunidades para vivir nuevas experiencias y atrapar esas anécdotas que contar luego aquí aparecen siempre cuando menos te lo esperas, sólo hay que estar atento para cazarlas, y normalmente, como hacen los buenos cazamariposas, nunca salgo sin mi red...




Ocurrió un mes de Septiembre, todavía caluroso en Shanghai. Caminaba una tarde por la mencionada calle peatonal, cuando la enésima mujer que me ofrecía llevarme a un masaje llamó mi atención. Su inglés era mucho más que aceptable, su vestimenta era occidental pero sin estridencias, aspecto discreto pero elegante, maneras educadas, rebosante de simpatía, y definitivamente atractiva. Yo diría que tenía unos 26 años, pero este cálculo es siempre complicado en los países asiáticos. En fin, ciertamente he de reconocer que me llamó la atención que una chica así estuviera invitando en la calle a hombres a un lugar de aquellos. La curiosidad me ganó, e hice la pregunta de aquella famosa canción de Loquillo: qué hace una chica como tu en un lugar como este... La pregunté por su nombre, que, como ya os habréis imaginado los que me conocéis bien, no recuerdo por mi maldita memoria de pez, pero que como todos los nombres de mujer en China sería Cindy, Jennifer, Daisy, Crystal o similar (para esto son muy poco originales). La conversación la recuerdo divertida. La dije en tono natural y riendo si era ella quien daba los masajes, y me dijo, manteniendo siempre la sonrisa que no, que ella sólo llevaba a gente al local, ella no se dedicaba a ello, pero que me prometía que aquellas meretrices eran realmente muy guapas, etc, etc, etc. "Una excelente vendedora", pensé en aquel momento.

Después de unos minutos de infructuosos intentos por parte de aquella muchacha para llevarme al lado oscuro, y tras insistentes invitaciones respondidas siempre con continuas negativas, las últimas ya acompañadas de carcajadas ante sus divertidas caras de desesperación, finalmente se rindió, y se ofreció a enseñarme una ceremonia típica del te. ¡Ah no!, amigos, otra vez no, el bueno de Aldi (ver últimos capítulos del blog) ya me había engañado suficiente para al menos todo un año, así que rehusé su oferta, no sin antes explicarla con detalle que conocía sobradamente en lo que consistía aquella ceremonia, a la que falsos estudiantes chinos de inglés invitaban en esta misma calle a muchos inocentes occidentales, con la excusa de practicar ese idioma y enseñarles  de paso su cultura como agradecimiento. La dije que sabía perfectamente que me llevaría tres o cuatro calles fuera de aquella zona, que seguramente conocería un restaurante o bar pequeño, apartado, que allí nos harían beber varios tipos de té y me contarían mientras unas cuantas historias (al inconfundible estilo de Aldi) sobre los diferentes tés chinos y su tradicional ceremonia, y que al final, me querrían cobrar una barbaridad, con pocas oportunidades de escaquearme, quedándome con cara de tonto. Esto es lo bueno de leer todo lo que puedo antes de visitar una ciudad. Es difícil pillarme en una de estas (y aún así Aldi lo hizo y muy bien, jajajajaja).

Así pues, y para su pesar, allí no había ningún negocio que hacer conmigo. Su gozo en un pozo. Aún así, y llevado por la curiosidad del viajero - que a diferencia del turista, quiere saber siempre lo que se esconde tras la postal estereotipada de cada lugar - la ofrecí invitarla a un café en uno de los muchos Starbucks que hay en Shanghai, a condición de que no hubiera más triquiñuelas, sólo un café y una charla sin condiciones.

En fin, no soy ningún experto en China, pero os diré que no es nada, pero nada fácil, que un chino, y mucho menos uno de los muchos que viven del engaño o las tretas a los turistas, acceda a reconocer que está intentando engañarte, y ya casi imposible que te permita además mantener una conversación honesta y abierta sobre el tema. Y por eso reconozco que la conversación que tuvo lugar durante aquel posterior café la tengo grabada a fuego lento en la memoria.

En los minutos siguientes me contó cómo su verdadero trabajo era en un mercado, no me dijo de qué, pero sí me contó que en condiciones realmente duras, con un sueldo miserable, y que por las tardes cuando podía, o los fines de semana, venía aquí para intentar obtener ridículas comisiones llevando a hombres venidos de todas partes del mundo a aquellas casas de masajes, o consiguiéndoles chicas para llevarlas a sus hoteles. La franqueza de su narración, que conseguía sacarla muy lentamente y con extraordinaria paciencia, me mantenía completamente absorto. Hablamos de su inglés, de mi sorpresa al orilla hablarlo tan bien, y mi extrañeza porque no pudiera optar a algún puesto de trabajo mucho más "cualificado". La dije que con su presencia, su inglés, y su conocimiento de China y de su cultura, debería haber cientos de oportunidades para empresas que quisieran importar o exportar. Se rió, aunque en el fondo era más que evidente que mantenía un profundo halo de tristeza, y me contó mientras daba pequeños sorbos al café que su inglés lo había aprendido ella sola. En la calle, con otras personas como ella, con algún viejo libro prestado, sin más ayuda que la necesidad acuciante de ganarse la vida de alguna manera. Siguió relatando más y más cosas. Que no tenía estudios, y que de dónde venía, su entorno, su vida, la hacían que ni siquiera concibiera la posibilidad de tener un trabajo como el que yo parecía contemplar de manera tan evidente. No entramos en más detalles, como digo, la conversación tampoco era fácil, pero sí recuerdo una frase. "Vosotros, los extranjeros, los que venís aquí, lo habéis tenido más fácil, mucho más fácil. A mi todo me ha costado mucho, muchísimo, y me sigue costando". Aquello me hizo reflexionar, y afirmar con la cabeza ante semejante frase. Porque cualesquiera que fuera su situación, lo que era cierto sin lugar a dudas era que yo lo había tenido más fácil en la vida que ella, y eso no admitía discusión.

Allí sólo había verdad. Ya no me estaba contando "una" historia para sacar el dinero al turista. Me estaba contando, con frases cortas y a veces no acabadas, siempre con medida cautela y por supuesto, con cierta reserva, "su" historia. No había trucos esta vez. Y me daba cuenta al mismo tiempo que, detrás del estereotipo del chino que engaña y tima, como ocurre con otros muchos, se escondía una lección que me servía una vez más como cura de humildad para entender que en esta vida, no todo es blanco o es negro. Que todo tiene matices, y que pocas veces llegamos a ver las cosas, principalmente porque es más fácil no hacer el esfuerzo para verlas y quedarse sólo con la versión "oficial".

A pesar de que hablamos mucho más aquella tarde, he de reconocer que nunca se rompió esa fría cortina que marca la distancia con un occidental, lo cual si cabe, añadía aún más mérito a aquel café compartido. Fue entonces cuando sucedió algo que me dejó un poco tocado. Allí estaba yo, disfrutando de la historia, tratando de entender cosas que hasta entonces no entendía, e intentando como un meticuloso cirujano extraer con mucho tacto algo más de la vida privada de aquella persona. Eso me impidió darme cuenta al principio que ella miraba el muffin que yo comía con mi café con muy disimulada envidia. Ya llevábamos un buen rato cuando caí en la cuenta de que quizás no habría cenado nada. Pero ella no dijo nada, habíamos acordado que sólo la invitaría a un café, y ella lo había aceptado, así que esta vez fui yo el que la ofreció invitarla a un muffin de esos enormes. Ella lo aceptó, y aproveche para ofrecerla también un sándwich o cualquier otra cosa. Me dijo que no, que ya no tenía intención de sacar nada de mi, era el trato. Entonces vi cómo se comió aquel muffin, con qué ansia y casi desesperación. Joder, no sé las horas que llevaría sin comer nada allí en la calle. Ni siquiera me había parado a pensar en ello. Me quedé jodido. Con esa sensación del occidental prepotente. Y no lo soy, o al menos no conscientemente, pero reconozco que aquella situación me dejo fastidiado.

Salimos a la calle tras el café. Pudo ser una media hora la que habíamos pasado hablando, quizás menos, al fin y al cabo ella tenía que trabajar y ganarse su "sueldo", y yo lo único que estaba haciendo era robarla su tiempo por un mísero cafe. Una vez fuera, y sin mediar palabra de por medio, la pedí directamente que entrara al McDonalds conmigo. La dije que eligiera el menú que quisiera, y una vez pagado, se lo entregué en esas bolsas de papel archiconocidas "para llevar". Se despidió con un bye y un thank you, con una sonrisa, pero manteniendo la misma fría distancia que, o bien por precaución, bien por su cultura, o quizás por las dos cosas a la vez, era incapaz de evitar. Después de caminar unos pocos metros, no pude evitar girar la cabeza atrás, y la vi allí sentada sobre unos escalones en la propia calle, devorando con ganas aquel menú que nunca me pidió...


Hasta la próxima.
Sed felices.
Isra

domingo, 30 de marzo de 2014

Jakarta y el hombre que se llamaba como un supermercado (Parte II)


(continúa del capítulo anterior...)

La visita al museo se hizo realmente amena y resultó corta. Nos habíamos quedado con ganas de más. Mientras terminábamos, nos contó cómo gestionaba un pequeño taller donde daba cobijo a casi cien niños sin estudios, a los que transmitía el arte heredado de su familia, y cuya manutención realizaba a base de las ventas de las marionetas artesanales que realizaban. Acabada la visita, salimos de nuevo con él a la calle, y a tan sólo veinte metros entramos a un pequeño local donde junto a una mesa se encontraban multitud de herramientas, títeres y marionetas. Nos sentamos, comenzó a desgranar con su locuaz inglés los pasos de aquella complicada técnica, y alardeando con su punzón y martillo nos mostró personalmente como se agujeraba con minuciosidad un pedazo de la piel seca de vaca recortada ya para ser trabajada, y cómo un pequeño error podía dar al traste con la construcción de aquellas pequeñas joyas. Con profusión de detalles nos habló también de cómo se pintaban a mano después, y de los diferentes tamaños y deidades representadas.







Una vez hubo acabado su pequeña demostración, nos enseño algunas de las marionetas, títeres o como quiera que se denominaran, que estaban terminadas y listas. Aldi nos indicó amablemente que si queríamos, podríamos encontrar con seguridad estas maravillas típicas indonesias en algunas tiendas, pero nos advirtió que posiblemente serían industriales, las pieles utilizadas artificiales, y con una calidad muy lejana de las fabricadas a mano que nos acababa de mostrar., aunque indudablemente serían más baratas. Preguntamos por los precios, ya que si queríamos un recuerdo de Jakarta, aquel iba a ser posiblemente el mejor de todos. Tras pasar innumerables modelos por nuestras manos cada uno nos decidimos por una distinta, pero todas ellas ciertamente hermosas, y después de regatear un rato (no demasiado, nunca fui bueno en esto...), nos llevamos aquellas pequeñas obras de arte envueltas en un poco de cartón y papel como buenamente pudo nuestro amigo Aldi.

Y hasta aquí la historia...

No, claro que no. La historia no acaba aquí. Ahora viene lo mejor.

Un par de días después, era hora de volver a casa, y mientras paseábamos por el aeropuerto haciendo tiempo entre tienda y tienda, algo llamó mi atención. Allí, en una estantería, estaban todas y cada una de las marionetas hechas de piel que Aldi nos había enseñado. Exactamente las mismas, docenas y docenas, todos los modelos, perfectamente envueltas y listas para que los turistas se pudieran llevar un bonito recuerdo.... Idénticas como clones. Pero, un momento, ¿no había dicho el bueno de Aldi que cada una de ellas era exclusiva? ¿Que las que encontraríamos en las tiendas serían industriales y de mala calidad? Joder, ¡pero si eran las mismas y mucho más baratas! No había duda, estaban hechas del mismo material, la misma pintura, la misma estructura, las mismas figuras que habíamos visto en aquel taller... o, ¿no era un taller? Pues no, claro que no, probablemente no lo era. La piel que con tanto esmero picaba para hacer los contornos interiores de aquellas figuras sería con seguridad la misma que enseñaba desde hace años una y otra vez a turistas ávidos de escuchar sus historias, simulando ser un auténtico artesano. ¿Y los niños? Pues era todavía menos probable que allí hubiera niños acogidos... También en ese momento pensé que era infinitamente improbable que Aldi hubiera actuado en España, o que la mitad de los títeres mostrados en la exposición fueran construidos por varias generaciones de su familia.

Sí amigos, admito que me entra la risa floja ahora mismo escribiendo esto. Nos timaron como a esos turistas japoneses que llegan a Madrid y les cobran una fortuna por una paella típica valenciana más pasada que la Duquesa de Alba. Y diréis que qué tiene de gracioso que te timen. Pues todo depende del arte que gaste el embaucador, y de la gravedad de su triquiñuela. Y en este caso, he de reconocer que si ya me pareció que Aldi era un genio, después, al saber de qué forma nos había engañado, me lo pareció mucho más. Tened en cuenta que con las "horas de vuelo" que llevo acumuladas en esta vida, y confiando tan poco como lo hago cuando estoy fuera de mi casa, es muy difícil que alguien me tome el pelo a estas alturas. Por eso, lo recuerdo ahora como un actor digno de ganar un oscar, un formidable y entusiasta contador de historias, y el más encantador y fantástico timador que nunca he visto.

Y por caprichos del destino, resulta que la marioneta que ya cuelga en la pared de mi salón posee bastante más valor ahora, porque en vez de ser un simple recuerdo turístico de Jakarta, encierra una extraordinaria lección, y es que por mucho que viajes, por mucho que creas que a ti nadie te engaña, siempre habrá alguien que te haga bajar de ese efímero pedestal al que a veces nos subimos y desde el que nos sentimos por encima del resto. “Yo lo sé todo, yo lo sé todo”… Y es que en algunas ocasiones hace falta caerse del burro para darse cuenta que estamos muy lejos de saberlo todo. La escuela de la vida, que no se enseña dentro de lujosos edificios, sino en la calle por auténticos maestros como el gran Aldi. Y es que como decía el añorado Andrés Montes, "la vida puede ser maravillosa". Y yo añadiría, sólo hay que saber mirarla con los ojos adecuados.




Por cierto, sí vais a Jakarta dadle saludos al bueno de Aldi, y hacedme el favor de comprarle una marioneta, eso sí, regatead un poquito más que yo... 

Sed felices. Hasta la próxima historia.

Isra&Jim

Jakarta y el hombre que se llamaba como un supermercado (Parte I)


Soy de los que piensa que todas las ciudades y lugares del mundo merecen la pena, por desagradables o terribles que nos puedan parecer. Todos tienen una historia esperando a la vuelta de la esquina, una anécdota, un momento que posiblemente te recordará siempre aquel viaje. Muchas veces por vivencias extraordinarias, y otras, para qué engañarnos, por malas experiencias, o sólo por la crudeza de lo que vimos, pero seguro que de cada viaje guardamos esa historia que en cuanto hay ocasión, nos gusta volver a contar.

Pues como iba diciendo, todos los sitios merecen la pena, y es cierto, pero dicho esto amigos, permitidme un consejo: Si tenéis que pasar alguna vez en la vida por Jakarta, procurad hacer sólo la escala en el aeropuerto, y dirigiros de inmediato a Bali, a la isla de Java o cualquier otro paraíso de los muchos que sin duda esconde Indonesia, salvo que tengáis ganas de ver un trozo de infierno terrenal.

Y es que, después de viajar un poco por el mundo y quedándome aún muchísimo por ver, puedo asegurar con pocas dudas que Jakarta es la urbe menos apta para turistas que he visto en mi vida. Que conste que no lo digo porque haya presenciado allí nada especialmente desagradable, ni porque haya visto más o menos pobreza que en otros lugares o me haya sentido inseguro en algún momento. Además, aunque hubiera visto cosas así, forman parte también del aprendizaje de los viajes y no serían razón para hablar así de la capital indonesia. En absoluto. Simple y llanamente es una ciudad con un atractivo inexistente para los turistas (que no para los auténticos viajeros que gustan experimentar de todo), lastrada por una tremebunda contaminación, colapsado por un sinfín de continuos y caóticos atascos donde puedes pasar horas encerrado en un taxi, y todo rematado por la casi inexistencia de aceras por donde caminar. Eso sí, el comprador compulsivo podrá encontrar dos de los mayores y más lujosos centros comerciales de Asia, como son el Grand Indonesia y el Plaza Indonesia, para que no digan luego que no doy detalles.



 

En fin, no dudo que, entre los millones de lectores del blog, haya quien pueda rebatir esto, y alguno me dirá incluso que es una ciudad fantástica para vivir, para disfrutar o para pasar unas buenas vacaciones... No discutiré, sólo le recomendaré encarecidamente que visite a mi psicoanalista.

En cualquier caso, después de esta introducción, y dejando a un lado el sarcasmo, como decía al principio de este post, siempre hay historias que narrar, y la que viene a continuación, será con seguridad una de las que me acompañe siempre que piense en Jakarta. Os cuento...

De los escasísimos atractivos turísticos que tiene la metrópolis asiática, está su antiguo barrio holandés, con algunos (muy pocos) vestigios de los siglos de colonización holandesa. Básicamente, se reduce a una calle con algún desvencijado edificio colonial con cierto encanto, algún museo, y el maravilloso y evocador Café Batavia donde uno puede transportarse un siglo atrás sin cerrar los ojos y con muy poquita imaginación. Si por error habéis llegado a Jakarta, al menos tomaros un café aquí, os aseguro que merecerá la pena.




 


A pocos pasos del café en el lado opuesto de la calle, y rodeado de niños visitándolo, está el museo nacional de las marionetas. Sinceramente, os diré que ese viejo edificio no hubiera llamado nunca demasiado mi atención si de repente, como salido de la nada, no hubiera aparecido aquel hombre de aspecto humilde y sonrisa bonachona, con su divertido pero muy aceptable inglés. De baja estatura, y con numerosas y brillantes gotas de sudor corriendo por su frente (como cualquiera que estuviera en la calle a casi 30 grados y 90% de humedad), recuerdo cómo se dirigió a nosotros con voz enérgica pero cercana y amistosa.

"Hello my friends, how are you today? My name is Aldi, yes, Aldi, very easy to remember, like the supermarket!" - Nos dijo riendo muy alto y de forma estruendosa.

Como es evidente, las carcajadas fueron generales, y, efectivamente como bien había dicho, sería un nombre que no se nos olvidaría tras esta breve, peculiar e intensa presentación. Mientras él seguía riendo y sudando por los cuatro costados, se ofreció a realizarnos una visita guiada al museo. Antes de ello, nos explico que era "titiritero" y constructor de marionetas, como lo había sido su padre, y el padre de su padre, y así hasta cuatro generaciones de su familia. Nos comentó también que el museo conservaba algunas de las marionetas construidas por su abuelo, e incluso un teatro donde en ocasiones actuaba con sus más de cien títeres. Poco a poco, el pequeño hombre nos iba conquistando. Entre sus actuaciones, se contaban algunas en Europa, y algunas incluso en España, en dos pueblos andaluces que, debido a mi memoria de pez, no puedo recordar. Nos habló también de Carlos, un andaluz que hacía las veces de su "representante" para llevar sus espectáculos a España. La verdad es que pudimos relajarnos un rato con él, y finalmente decidimos entrar en el museo y disfrutar de sus conocimientos. Si bien las marionetas,  con claras evidencias de ser antiguas y reflejo de una cultura y una sociedad con raíces bien distintas de las nuestras, no me impresionaban en demasía, los relatos con todo lujo de detalles de Aldi que acompañaban a cada una de ellas, nos dejaban ensimismados, entre leyendas de Dioses que luchaban con sus hijos, héroes que combatían el mal, luchas fraticidas por el amor de alguna divinidad... Cada explicación iba unida indisolublemente a la particular elocuencia de aquel personaje, que parecía a veces salido de una comedia de Cantinflas, pero que te permitía sin muchos esfuerzos sumergirte por momentos en un mundo imaginario donde tenían cabida todo tipo de personajes.

 


 


(Continuará mañana, que es cuando viene lo mejor y lo interesante de esta historia... Prometido.)

miércoles, 19 de febrero de 2014

La vuelta de Jim


Dicen que rectificar es de sabios, pero sinceramente, no lo creo. He tenido que rectificar tantas veces en mi vida (menos de las que hubiera debido), que mi sabiduría estaría a la altura de aquellos irrepetibles filósofos griegos, de los eruditos monjes medievales, o de los grandes generales y estrategas que ganaron las más audaces batallas de la historia. Tonterías. Nada más lejos de la realidad. Rectificar no es más que reconocer que uno se ha equivocado. ¿Sabio?, ni mucho menos, simplemente sentido común, que como dijo alguien, es el menos común de lo sentidos, y sobre todo, tomemos todos aquí buena nota (me incluyo el primero, por consumado cabezota), es una sonora bofetada que debemos dar de vez en cuando al ego propio, tan henchido a veces de estúpido orgullo. Ahora bien, si rectificar y reconocer que "me he equivocado" no es de sabios, mucho menos es decir, "no volverá a ocurrir"... Eso es más bien de torpes (lo siento Juanca...) porque el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Mentira de nuevo, tropieza doscientas veces en la misma piedra, y si no lo hace más, es porque la vida no es más larga. No quiero ni pensar cuando en el futuro la gente viva 120 años, la cantidad de batacazos se va a dar.

En fin, después de esta introducción más larga que un sermón de misa de doce, no me queda más que decir que sí, que rectifico, que donde dije digo, digo diego... En otras palabras, que EL EFECTO WANDERLUST vuelve a la vida, porque quizás nunca debió irse, y porque mucha gente, mucha más de la que podía pensar (exactamente tres personas), me lo ha pedido, y de bien nacido es ser agradecido, y también, para que engañarnos, porque me da la gana. Y punto pelota.

Y es que aún tengo muchas cosas que contar, no sólo a vosotros, sino a mi mismo, como parte de una terapia de autoconocimiento que jamás acaba, y por qué no decirlo, como instrumento de búsqueda de un camino, que hoy por hoy, no se muy bien donde me lleva, pero que al menos me permite seguir avanzando. Ya lo dice el subtítulo, "si no sabes donde vas, no importa el camino que elijas". Sí, suena un poco confuso, pero así es este blog, un cajón de sastre sin mucho orden, sin una meta determinada, sin un guión preestablecido, y que sólo se mueve al ritmo exasperadamente lento que marca la indomable pereza de su autor.

Isra: Oye Jim, tampoco te pases...
Jim: ¿Será mentira que eres un perezoso?
Isra: No, no, eso es cierto, ya lo sabes mejor que yo, pero tampoco hace falta sacar aquí todos los trapos sucios...
Jim: ¿No habíamos acordado que esto era para sacar y ordenar un poco todo el caos de ideas que pasan por tu cabeza? Pues eso incluye también decir las verdades. A ver si nos aclaramos, porque las medias tintas aquí no valen.
Isra: Vale, vale, está claro que eres un radical, pero de vez en cuando comenta también que soy un tío cojonudo, aventurero, y tal y cual... que eso vende mucho.
Jim: Sí, lo que tu digas, y que rescataste a una princesa de las garras de un dragón... Madre mía, lo que tengo que aguantar. En fin, que sepas que yo de momento tengo que ir empezando a escribir el siguiente post, así que espabila y procura esforzarte un poquito para pasarme algún tema interesante, que a veces duermes a las moscas, no sea que las tres personas que han pedido la vuelta del blog se arrepientan... Ah, y para la próxima vez dame alguna foto por dios, que sin fotos la gente no pasa del primer párrafo.
Isra: ¡Eso está hecho!
Jim: De momento, para que veas que no te dejo toda la responsabilidad a ti, ahí van las otras portadas que estuve pensando para el nuevo encabezado del blog...








Isra: Ahora que veo tus fotos, y ya puestos como dices a ser honestos, tengo que decir que estas fotos son más falsas que un billete de 3 euros.
Jim: ¿Falsas? Oye, ahora eres tu el que se está pasando.
Isra: Vale, vale, pues nada, lo que tu digas, yo simplemente dejo otra foto, y que la gente valore...




Jim: GGGRRRRRRRR...
Isra: Hala, hasta dentro de dos semanas.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Un fascículo extraordinario


Como dice un buen amigo, la vida es una enorme colección de fascículos, pero al contrario que esas colecciones de los quioscos, en este caso no hay dos capítulos con el mismo número de páginas, ni siquiera se entregan con la misma periodicidad. Me encanta esta definición. Es una colección que podemos hacer tan compleja o tan simple como queramos. Podremos compilar unos pocos episodios hasta el final de nuestra vida, o por el contrario, podremos decidir que sean muchísimos y más cortos. Algunos fascículos podrán ser largos y tortuosos, otros efímeros, pero vitales e intensos. O por el contrario, muchas vidas estarán compuestas de momentos breves y dolorosos, y otros mucho más longevos y felices. Lo que es seguro es que no habrá nunca dos colecciones iguales, y eso, sin duda, es lo maravilloso de esta vida.

Sería difícil decir aquí cuantos fascículos de esa vida escribimos nosotros, y cuantos nos vienen escritos. Entraríamos en un eterno debate sobre quién guía nuestras vidas. Sobre si realmente decidimos, o deciden por nosotros. Sobre el miedo a lo desconocido, sobre el temor a dar pasos fuera de nuestro círculo, sobre tantas y tantas cosas... Y sinceramente, tampoco creo que merezca la pena pasar demasiado tiempo pensando en ello. Cada minuto que pensemos, es un minuto menos que disfrutaremos de lo que pasa a nuestro alrededor. Y os aseguro que, si algo me ha enseñado este blog, es que cada segundo suceden cosas extraordinarias, y si sólo nos centramos en el movimiento de la aguja del reloj, quizás nos perderemos la belleza del reloj en sí mismo. Y aún coincidiendo con muchos en que a veces es frustrante saber que el miedo nos atenaza para escribir ese increíble fascículo que siempre quisimos tener en nuestra colección, hay otros capítulos más sencillos y muy hermosos que podemos ir escribiendo mientras tanto, esta vez sí, nosotros mismos.

Y realizar este blog ha sido para mí, sin duda, un fascículo realmente extraordinario, aunque siendo sincero, no diré sencillo, porque como ya dije hace muchos meses, la maldita pereza y la procrastinación, compañera perenne de mi periplo por la vida, no ha ayudado en demasía a ir cumpliendo con mi cita con la escritura...

A estas alturas me resulta difícil acordarme de cuales eran los objetivos de este blog, pero no pienso volver a leer aquella primera entrada en la que hablaba de ellos, no sólo porque quizás me decepcionaría ver que no se han cumplido, sino porque prefiero ahora pensar en todo lo bueno que me ha proporcionado.

Diré que me ha servido para sentirme mejor, para expresar sentimientos que de otra manera no hubiera podido comunicar, para extraer de mi un inesperado placer por la escritura, para disfrutar como nunca con la fotografía, para observar como nunca antes los pequeños detalles, para recuperar el contacto con viejos y entrañables amigos, para descubrir excelentes personas que han querido compartir conmigo algunos de los fascículos de sus vidas, y también para estar mucho más cerca de mi maravillosa familia.

Soy un tío afortunado, enormemente afortunado. Estoy rodeado de gente extraordinaria, y no puedo evitar sentirme en deuda con todas las personas que me ha acompañado durante esa larga colección de fascículos que ha sido mi vida hasta ahora.

El caso, amigos, es que es hora de escribir nuevos fascículos, y por eso este blog pasa hoy a mejor vida. Qué gozada ha sido compartirlo con vosotros, no lo sabéis bien. Y quien sabe, quizás vuelva con otro blog, quizás no, quizás encuentre nuevas formas de expresar lo que siento, lo que veo, lo que respiro… y compartirlo con vosotros, y espero que para entonces sigáis ahí.

 

Sed felices, y si podéis, hacedme un favor: haced un poco felices a los que tenéis alrededor, no cuesta tanto.

 

Isra&Jim, Jim&Isra, tanto monta, monta tanto…

domingo, 25 de agosto de 2013

El tiempo detenido en Oporto... (parte III)

... y las últimas 12 instantaneas. Los últimos momentos fugaces.














 


 





Recordad...

LO ESENCIAL ES INVISIBLE A LOS OJOS

Hasta la próxima. Sed felices.

:)